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11 Diciembre, 2008

CAFFETTIERA

Voy a hacer la siguiente afirmación categórica: la sala del café del Departamento de Economía de la Universidad de Chile es un pequeño laboratorio en que se representan los problemas de la política pública

Voy a hacer la siguiente afirmación categórica: la sala del café del Departamento de Economía de la Universidad de Chile es un pequeño laboratorio en que se representan los problemas de la política pública. Deberían venir tesistas a estudiarla, reporteros a indagar sobre ella, asesores de Obama a considerarla. Deberían venir a ella quienes quieren subir los impuestos y bajarlos, quienes quieren expandir o contraer el estado de bienestar. Congresistas, cabilderos, díscolos parlamentarios, aguerridos sindicalistas, nobles jesuitas: venid y observad nuestra sala de café.


Y no lo digo porque en ella, el agotado académico, el estresado investigador y el cansado profesor puedan encontrar las arrulladoras distracciones de la prensa, distintas variedades de estimulantes legales, y el bálsamo para el alma que puede constituir la conversación con los colegas. No lo digo por eso. No, yo me refiero a los eventos dinámicos y volátiles que han rodeado las políticas del Director del Departamento sobre la maquina del café. Eventos que han cambiado nuestro devenir político para siempre.
 
Hubo una época más simple. La época del Nescafé y el termo, de la azucarera que acumulaba terrones acaramelados en sus bordes humedecidos, del Té Supremo. En esos tiempos los académicos asumían su subdesarrollo con conciencia. Con el sobrio orgullo de quién continúa rigurosamente ordenando el cardex y elimina el icono de Excel de la luminiscente pantalla. Asumían que en las elegantes instalaciones de la Universidad Católica se tomaba mejor café. Asumían que en los contrafuertes cordilleranos de las nuevas universidades de la elite, los profesores se deleitaban con lates y expresos espumosos y fragantes, sentados en sillones de cuero, con las piernas cruzadas mostrando las purezas del cuero de sus zapatos y las livianas densidades de las bastas del pantalón. ¿Quién puede culparnos por querer más? Y sin embargo este fue nuestro pecado.


Entonces vino la primera mejora: la cafetera eléctrica para colar café o Transcafetera. Inicialmente vendida como una mejora sustancial fue asumido por todos como una expresión natural de los progresos que el Departamento y la Universidad lograban en el área académica y de enseñanza. Un merecido premio, una indulgencia, que entendíamos, no nos igualaba con los que enseñan desde las alturas, pero que si constituía una aceptable mejoría. En silencio muchos de nosotros, pero, a medida que pasó el tiempo, con mayor estridencia, empezamos a reclamar sobre su calidad, su propensión a quemar el café, la falta de higiene de su mantenimiento… en fin. Algunos sentíamos nostalgia por la era del Nescafé. ¿Era realmente mejor? No lo sé, pero en ocasiones, cuando la válvula antigoteo de la Transcafetera fallaba, y se llenaba el aire de humaradas, así se sentía. Tanto el Nescafé como la Transcafetera eran bienes públicos, libremente disponibles para todo el que quisiera dejarse consolar por sus tibios líquidos. El problema es que en el caso del Nescafé se asumía que era de una calidad genérica, sin aspavientos. El que quería un mejor café, salía a la calle a comprarlo y punto.  Mientras tanto, la Transcafetera pretendía ser algo más… y no lo era.


Y vino la modernización. El reformismo ilustrado se tomó la dirección del Departamento y empezó por cambiar la cafetera. Esta vez instalando una cibernética cafetera italiana, de calidad excepcional que es alimentada por pequeñas capsulas brillantes, de colores elegantes y nombres que evocan el diseño milanés. Llamémosla la Caffettiera. Sería difícil en un espacio tan resumido expresarles el aroma y violencia de los expreso “Intenso”, el frágil romanticismo de los café “Dolce” o el orgánico y dulce aroma de los “The Verde Menta e Limone”. Fue como que nos hubieran elevado a todos hacia las elegancias cordilleranas. Repentinamente hablábamos del Dow Jones y el FTSE; de si un Altair, o un Clos Apalta o un Almaviva; y de si Rahm Emmanuel era realmente la mejor opción. Nada como una Caffettiera para globalizar la mente. Por un instante soñamos con el desarrollo.


Pero todas las burbujas están condenadas a explotar.


El problema con la Caffettiera es que las famosas capsulas son mucho más costosas que el Haití Super Moka 3 que usábamos para la Transcafetera y abismalmente más costosa que el Nescafé. Adicionalmente, el incremento en la calidad atrajo un aumento de la demanda paralela de café por parte de ayudantes de investigación y otros agentes especulativos que se dejaban seducir por los densos y dulces olores de la Caffettiera. Ahora que el bien público tenía la calidad prometida y esperada por la ciudadanía, era terriblemente deficitario. Se colapsaba. Se saturaba. El reformismo ilustrado se enfrentó entonces con la restricción presupuestaria. Discutió varias soluciones con sus votantes en torno a dos opciones. Primera, asumir el déficit, socializarlo y perpetuar un problema de pozo común presupuestario (reparto). Segunda, privatizar la venta de capsulas, racionando una cuota gratuita (vouchers).


El reformista ilustrado se llenó de dudas. Sus simpatías por la moral y cultura cívicas escandinavas le hacían pensar que era posible tener un servicio público de calidad en que los ciudadanos individuales se cuidaran de no abusar. El escéptico cuerpo de académicos le refutaba con evidencia empírica y sustento teórico. El reformista nos hablaba de la flexiguridad danesa, de la limpieza cívica de Helsinki, del orden social noruego. Los demás nos refugiábamos fetalmente en nuestro reconfortante individualismo utilitarista friedmaniano, tratando de no escuchar a ese peligroso soñador. Mientras tanto, los stocks de capsulas bajaban y bajaban.


Siempre pensaré que fue la crisis bancaria Islandesa lo que lo cambió todo. Una mañana, el reformista, golpeado por la evidente irresponsabilidad de quienes constituían su máximo referente político internacional, se decidió. En vez de retroceder, quiso hacer una afirmación, un manifiesto, y estableció un sistema de cuotas sociales que es responsabilidad de la comunidad compartir y proteger, disfrutar y racionar de acuerdo a los cánones comunitarios escandinavos.


Hasta el momento funciona nuestro pequeño estado de bienestar sustentable a la escandinava.


Hasta el momento.


No le cuenten, pero algunos mantenemos una reserva privada, celosamente guardada, a salvo de los comuneros.